Estos días fríos de agosto, te invitan a la nostalgia y a estar en la habitación, tratando de encontrar calor justo en algún lugar o en algún tiempo de la memoria. Un traslado, un pequeño viaje mientras tomamos un café y buscamos alguna música que nos acompañe o que nos pueda acompañar. Cuando era niño jugaba recostado en las camas destendidas, jugaba con mis carritos de metal, tan realistas como autos de verdad. No eran muchos mis carritos, de hecho, mis hermanos tenían cinco veces mas juguetes que yo. Los días fríos como hoy, seguro me refugiaba en mis juegos para pasar una tarde apacible. Mirar los pliegues de la cama, mirar el color o los clavos de las paredes, mirar la lámpara o los adornos de la mesa de noche, eran ya un misterio suficiente para ensoñar.
Después de todo, el tiempo siempre está ahí, incansable, avanzando, imparable, abriendo nuevas heridas, abriendo nuevas preguntas, ofreciendo nuevas oportunidades, a veces incomprensibles oportunidades. Ya en estos años, con la llegada del internet, de los artilugios tecnológicos, celulares y demás, aparentemente estamos muy comunicados, muy interactivos, muy socializados todos, muy imbuidos de lo que les pasa a unos y a otros. Pero sabemos que todo eso es una ilusión, un espejismo. El mundo sigue siendo extraño, amplio, complejo, a veces muy ajeno y peligroso. El calor de nuestro interior se confronta con el otro, con la otredad, con lo diferente, con lo oculto, con lo que no nos entiende o comprende, con lo que nos odia o nos menosprecia, también. Y aquel, es parte de la frontera hacia ese universo ajeno, terrible, frío o indiferente. Es por eso, que tenemos que volver a nuestros recuerdos, a nuestra propia voz, la que conocemos, la que nos prodiga nuestra memoria. Hoy es un lunes cualquiera de agosto, es un día de vacaciones, con tareas pendientes por hacer como siempre, pero también con necesidad de escucharme a mí mismo, de abrir una ventana hacia adentro para así, poder respirar un poco mi propio tiempo y espacio. El frío también invita a eso, a llenar una página en un diario personal olvidado.
Volvamos al tiempo de mis carritos de metal y las camas destendidas. Afuera, en el patio, habían flores rosadas, en los arbustos, en los linderos de mi pequeño agrupamiento de casas. Todas esas casas, todos esos arbustos, todas esas flores rosadas parecían de cartón, una maqueta podía ser mas real que el agrupamiento de casas en las que viví mi primera infancia. Hasta las veredas internas del conjunto habitacional parecían dibujadas. Unas golondrinas por aquí y por allá, un cielo siempre gris como el de hoy, que escribo y evoco. La soledad en la infancia tiene una ternura que los años van golpeando, rompiendo, pulverizando, ultrajando, destruyendo, volando como si los años encerraran dinamita y los meses fueran de pólvora. Es el tiempo y el ver pasar nombres frente a tus ojos, frente a tus oídos, frente a tu memoria, frente a tu olvido. Si, es cierto, el arte nos acompaña, nos va acompañando desde temprano en la vida, tal vez el aliado que faltaba mencionar y nos abre este espacio de comunión, de reunión, de soledad comunitaria, de sonrisa y de compañía. El arte es una compañía, un lugar seguro, un lugar cálido, una posibilidad de seguir y de sanar.
Hoy es un lunes cualquiera de agosto, y no se hacia donde va, lo que si se, es que escribir, me permite, intuirlo, avizorarlo, confrontarlo, construirlo.
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Hace 5 años
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