Lo nuestro fue una venganza de lo imposible. Recuerdo que Emilia pintaba al óleo llevando su lienzo y una canastota que cobijaba sus materiales por los jardines de la universidad. Allí, por los jardines, la podía hallar concentrada y con una media sonrisa pintando, pintando mucho, las primeras veces que pude abordarla. Pintaba las flores de los jardines en pequeños lienzos de estudiante de arte. El olor inconfundible a óleos era para mi un aroma familiar muy querido y próximo. Era mi costumbre llevarle caramelos de limón, mostrando así una ternura que por vez primera en mi vida sentía que era bien recibida, su humor algo endógeno y ligado a su femenidad y su vínculo secreto con la muerte creaba un clima de misterio a su mirada nostálgica. Frágil, abandonada, bella y sencilla. Un mundo se movía a su alrededor: su fascinación por la novela "El tambor de hojalata " de Gunter Grass, su soledad profunda, propia de personaje de biblioteca tan irreal como su palidez y sangrado constante de nariz, y el código secreto de comunicación que nuestro amor iba elaborando de manera natural, tan natural que asombraba su enormidad a la distancia. Yo sentía el sabor a caramelo de limón en mi boca de sólo imaginarla y aún hoy al recordarla se asoma algo de fiebre en mis orejas.
Cada historia de amor es única y tiene una ruta sinuosa, tejida por los vaivenes de los dos, finalmente protagonistas de la historia, y un día se pierde la memoria y lo constructivo de un amor que desaparece. Pero queda una dulce enseñanza: lo imposible también se puede lograr, hace falta seguir alimentando ese mundo para que viva mas tiempo. La venganza de lo imposible terminó y vino solo lo monótono de lo posible y sus mezquinas condiciones. Con Emilia descubrimos los enlaces ocultos de las cosas, nos reímos de la desesperanza de los demás por la complicidad de nuestro amor, hasta que un día, ese mundo que fue construido a su medida, se fue cayendo entre contradicciones y la fuerza de la realidad. El amor desapareció como siempre porque todo decae y cambia. La vida también podía ser bella como la película de ese entonces, de Roberto Benigni y sólo bastaba una luz perfecta en su cuello durante una función en la sala de cine, para sonreír ante los guiños del destino, un mundo para Emilia, la que usando sus telas verdes y rosas sobre su cabeza se confundió entre los duendes una noche en el bosque, cerca de la banca que alguna vez hace tanto tiempo atrás ya, cobijó el calor esfumado de nuestro amor. Por el mes del amor, Emilia, allí donde estés, felicidades.
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Hace 5 años
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